En
un lugar de la Bandancha, de cuya URL no puedo acordarme, vivió no ha mucho
tiempo un hidalgo de los de tarifa plana, insaciable voracidad de posts, router
inalámbrico, plástica mentalidad ansiosa de crecimiento, desarrollo y paz
interior, mallas ajustadas y zapatillas de absorbente amortiguación. Ensaladas
precocinadas y largo tiempo ha preparadas, con más estabilizantes y colorantes
que materia de sustancia, una lata de vertiginoso consumo las más de las
noches, menú de oferta de cadena los sábados, buffet libre los viernes, algún
helado de exótico sabor los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.
El resto della concluían pantalones de bolsillos campero, naúticos de cuero
curtido más por el desaliño y el paso del tiempo que por tarea de artesano;
fondo de armario de camisetas de oportunidades de zaíno color, un solo hábito
combinado a modo de traje de indefinible
color y talle deslabazado para ocasión de fiesta y los días de entresemana honraba
su mortal con un chándal de lo más digno.
Vivía
en pensión para eternos estudiantes, dudosos profesionales, activistas
empedernidos y estudiantes foráneos de Erasmus, regentada por un ama que pasaba
de los cuarenta; una llamada colega, frisando los veinte y nacida en las frías
regiones escandinavas y un remedo de conserje del establecimiento que lo mismo
freía una camisa que planchaba un huevo. Rozaba la edad de nuestro hidalgo los
taitantos y era de complexión generosa, mórbido de carnes por efecto de la dieta
grasa y de la poca pausa en el yantar, querúbeo de rostro, gran trasnochador y
antiguo amigo –de amistad perdida- del trote amable, relajado y saludable por
veredas, calles y parques públicos de la villa.
Quieren
decir que tenía el sobrenombre de Usuario o Usuari@, que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben. Pero esto importa poco a
nuestro cuento: basta que en la narración del no se salga un punto de la
verdad.
Es,
pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que
eran los más del año), se daba a navegar sin pausa por la red y sus aledaños
así como a la lectura compulsiva y voraz de libros de crecimiento y autoayuda
(en formas impresas o digitales) con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto la práctica física
saludable y aun la administración de sus exiguas cuentas bancarias; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que malvendió en segundas manos sus
apreciadas colecciones de postales, cromos y autógrafos con el fin de contratar tarifas planas y servicios de
noticias y accesos y así poder descargar fanegas y fanegas de textos inspirados
que le abrirían las puertas de nuevas dimensiones. Y no causábale menos
admiración el que un monje vendiera su celestial carruaje que el que una ley
inveterada e infalible gobernara nuestra fortuna, hasta el punto de que como
magnetos humanos fuéramos capaces de atraer salud, hacienda y amor a nuestras
vidas sin más armas que el deseo ardiente.
Con estas razones perdía el pobre
caballero el juicio y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido,
que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para
sólo ello. Y buceaba con desmedido afán en diversos blogs y sitios web propios
de mocedades y aunque perdido por causa de las expresiones de infantes que
expresaban sin rubor sus sentimientos y sus infundadas opiniones -del estilo de
“tkmucho” y “k lm pses mazo b :)º”- alababa en los partícipes su
compromiso con el progreso y la libre expresión de ideas y muchas veces le vino
el deseo de prender el teclado y aportar su ingenio a todas ellas, lo que hacía
también en ocasiones para arrojar su luz sobre interesantes discusiones -foros en línea, que así los llamaban- que unían a civilizaciones y generaciones. Y
también pretendía seguir todos los consejos de los sabios, formulando astrales
mantras, presionando con sus pulgares sus centros de energía, arrojando pétalos
por encima de su cabeza e intentando con doloroso ahínco nuevas posturas que
ayudaran a refluir y a regenerar su singular energía cósmica.
Tuvo muchas veces competencia con otros
simpares internautas y twiteros y también con discípulos de las más diversas
disciplinas esotéricas y autoadyuvantes,
y gozaba al compartir con todos ellos esas llamadas redes sociales.
Reconocía y valoraba del Dominio de Caralibro –que en su propia versión
vernácula decía de Facebook- la poderosa capacidad de esta retícula para unir
viejas amistades, recomponer noviazgos rotos, solventar deudas impagadas,
reunir escuadras balompédicas de tiempos remotos, solidarizar a amantes de la
nutria moteada, amén de difundir por medio de adhesiones inquebrantables y de
posts inacabables las ideas del Progreso, la Sostenibilidad y el Talante en los
ambientes más variados.
De igual manera, no podía por menos que
reconocer la nobleza que movía a los sajonizados “open networkers” de la encadenada Linkedin, cuando sembraban sus
indudables talentos profesionales entre el cosmos de asalariados y buscadores
de fortuna laboral y promovían la sostenibilidad, la competitividad, la
productividad y otras “tividades”
varias, incluyendo la dulce cautividad de ser aceptados en Grupos, en cuyo seno
los intercambios de pareceres
contribuían al avance del género humano.
Sobre el inmediatísimo espacio Twitter
discrepaba con el inexpresivo chino que regentaba la almazara de la esquina,
porque éste alababa el poder comunicativo inmediato del ingenio, merced al cual sabía si sus congéneres de
lejanas y orientales tierras se encontraban ociosos u ocupados o si leían
gacetas o folletines o si se empapaban con la lluvia del momento o resultaban
cuchifritos por los rayos del astro sol que en Oriente les nace brioso,
mientras que nuestro hidalgo -aún admirando estas innegables hazañas
tecnológicas- aturdíase un poco con el
incesante martillear de novedades.
Y mucho discutía asimismo de otros
destinos de esta Red -que mudaba con frecuencia en maraña- y alternaba muy
armónicamente estas navegaciones por la Bandancha con otras en espacios de
cabalística y exótica denominación y deleitábase también con otros reinos
virtuales de fantasía que vomitaban imágenes fijas o en movimiento de los más
diversos jaeces y en todas ellas paraba a menudo.
Y aunque ya anunciado al lector amable
que hasta aquí ha acompañado esta bitácora, es vital el señalar también que nuestro singular hidalgo
no había formado juicio definitivo tras devorar libros inspiradores sobre si le
convenía más ser ratón en un queso, pez en el agua, águila sobrevolando las cumbres,
jardinero de su huerto anímico, arquitecto de su carácter, moldeador de su
aura, escultor de su ego, entrenador de sus neuronas, patrón del navío de su
vida, gigante furibundo rompedor de sus moldes limitantes, pequeño saltamontes,
infante en deseos, virtuoso en los hábitos, golfista en la práctica de la vida
o eremita en la urbe. Pues tantas eran, entre muchas otras, las portezuelas que
se abrían en su mollera, con cada autor y guía de mentes del que tenía
conocimiento.(...)
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