miércoles, 7 de enero de 2015

DON QUEJOTE DE BANDANCHA. CAPITULO I (2ª parte)

 
CAPÍTULO I:  Que trata de la condición y ejercicio del famoso Caballero Navegante don Quejote de Bandancha (Parte 2)
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Y tanto se enfrascó en la navegación y en la alerta internauta y en la ingesta compulsiva de composiciones inspiradoras, esotéricas y autoadyuvantes, que se le pasaban las noches de tarifa plana de claro en claro y los días de lectura de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho navegar se le secó el cerebro de tal manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que absorbían sus neuronas, así de foros y discusiones, como de posts y banners, chats y links y todo lo que allí aparecía lo daba por cierto y para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Tomó la decisión de que mejor que ceder su atención a las cuitas y pesares y afanes de cada día, era el ocuparse en los muchos espacios virtuales que apelaban a las grandes, pequeñas o miserables  necesidades de la Humanidad, siempre que mostraran formato digital. Asemesmo proclamaba que hasta la misma ley de la gravedad podía inclinar su testuz ante la hercúlea energía de cada anónimo humano, convenientemente cultivada y domada.
Valga decir que, en general, todo aquello que encontraba refugio en el virtual predio de la Bandancha, fuera prácticamente lo que fuera, lo recibía con mayor agrado que lo que circundaba a su carne mortal desde el alba hasta el poniente.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse Caballero Navegante e irse por todo el mundo con sus artefactos informáticos, buromáticos, telemáticos y ofimáticos, contando con su vehículo de sostenible manufactura a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había comprobado que los caballeros navegantes se ejercitaban, inspirando con su energía sin par y poniéndose en desafíos en los que, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama y su Nick disfrutara de pléyades de “followers” en la maraña virtual.
Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de sus posts poco menos que como  “Bloguero del Siglo”. Y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía se dio prisa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue pasar revista al arsenal tecnológico que le permitiría navegar en cualquier circunstancia de su aventura y observó con deleite que mucho guardaba desde los albores de la tecnología. Recargó, pues, con primura y atención las baterías de su ajuar de sílice y plástico pero comprobó que sus piezas tenían una gran falta y era la ausencia de funda de piel y el que muchas carecían de lápiz táctil; más a esto suplió su industria, porque del mochilón del conserje de la pensión sacó como por encanto un bolsillo de ruda y curtida piel para cada artilugio que poseía. Probóselo con presteza, pero dedujo de inmediato que tenía que prescindir de alguno de ellos cuando anduviera. Porque con el meneo del andar se precipitaban al suelo y uno de sus móviles de pantalla táctil perdió lo mejor de su vítrea fachada con el impacto en el terrazo.  En lo tocante a los lápices táctiles, referiremos que una fugaz visita al ya conocido bazar oriental que frecuentaba le proveyó en su bazar de baratijas de un saquito con multitud de estos enseres al peso, por el irrisorio precio de algunas monedas de escaso valor facial.
Y todos los textos que adoraba, con el ardor herético del Pueblo de Israel ante el becerro y con la misma ciega y posterior fe de aquéllos en las tablas de la Ley, fueron descargados y archivados con presteza.
Fue luego a ver su buga y aunque tenía más impactos en su chapa que el cráter del bermejo Marte y más ruidos en su andar que un saco de cuentas de vidrio, le pareció que igualaba a cualquier híbrido de última tecnología, y que ni el mejor Prius ni el más garboso Lexus ni el potente y sofisticado Jaguar con él se igualaban.  Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque (según se decía él a sí mesmo) no era razón que  navío de Navegante tan famoso y tan singular estuviese sin nombre conocido. Y confundióse en una perorata interna por la que se convenció él mismo –no sin gran esfuerzo por medio- que del mismo modo que él  había mudado su estado de Usuari@ por el de Caballero Navegante, el  vehículo debía hacer tal y hacerlo con sonora fama y con reflejo del nuevo escalafón que tendría entre sus semejantes, por razón de acompañar en tan singular aventura al Navegante.
Y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a componer en su  memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Bocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro –sobre todo sonoro- y significativo de lo que había sido cuando no fue mucho más que bocina, antes de lo que ahora era, que era más y mucho más que muchos de los portadores de cuatro ruedas con bocinas en sus interiores.
Puesto nombre tan a su gusto a su montura, quiso ponérselo a sí mismo y en este pensamiento duró otros ocho días y al cabo se vino a llamar Don Quejote, sin que guardara relación este nombre con el de Usuario o Usuari@ que en los albores de esta historia se anunciaron. Y al elegir Don Quejote no sólo hizo memoria de cierto personaje que oía nombrar de tanto en cuanto y que vagamente recordaba de sus años de aula en el erial de la ESO; vínole, pues, el relámpago del nombre de lo que sus padres le habían hecho mención de cierto desinteresado y generoso caballero que dedicó sus energías a hercúleas proezas.
En el nombre no fabricó el error sólo por ignorancia, tornando una “i” en “e”, sino que también lo fizo con agrado, ya que consideró por blasón de su Misión el quejarse de los grandes males que azotaban a su sociedad y de los cuales Don Quejote la libraría para siempre, por medio del inspirador verbo que descubrirían en su hablar y de la íntima y sólida coherencia que admirarían en su actuar.
Asemesmo, acordándose de que todos los grandes personajes históricos de su vida añadían el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, tal como hicieran Jesulín de Ubrique o Suso de Toro o Danny de Vito, añadió su verdadera patria y lugar de residencia habitual a su nombre y así, finalmente, vino en llamarse Don Quejote de Bandancha, con el que consintió que quedaba marmóreamente esculpida su Misión  y todo lo que le podía depararle el futuro.
Listas y recién recargadas sus herramientas tecnológicas, prestas sus amadas lecturas, mochilón de carpintero remozado al hombro, puesto nombre a su buga y sancionada la confirmación de sí mismo, se dio a entender que le faltaba cuota alícuota de Igualdad en el Proyecto, no fuera a ser que éste su singular Viaje fuera teñido de tendencioso desde su inicio por haber sido pergeñado y puesto a rodar  tan sólo por un hombre: gordo, feo y desentrenado, aunque inspirado, pero hombre al fin y al cabo.
Y para equilibrar la Compañía y darle asimismo el tinte de igualitario que requería su sello de progresista y así ante cada señal de lo arcaico sobre la faz de la tierra que contribuyese a desterrar poder argüir con presteza que no existió discriminación por género en su autoría y también para reconocer ante el mundo su oculta veneración por ella, Don Quejote eligió como compañera de aventuras y altar de sus devociones y destino de sus correos con las hazañas que pretendía lograr a una líder de opinión, a aquélla ante la que rendía su juicio, absorto por mor de sus ingeniosos comentarios, luces originales y apariciones sin parangón en el espectro de lo público.
Eligió para tal fin a una afamada fémina, cuya dulce y atiplada voz poseía el magnético efecto de cazar voluntades y deseos –más de éstos que de aquéllas en ciertos casos-  en lejanas parroquias de la Galia. El que la dama viera sus primeras luces al nacer allende las fronteras parecióle, global y representativo de un concepto generoso de fronteras y de una Humanidad unida por lazos fraternales, ideales ambos afines a su Misión. La filiación familiar “Bruni” de su adorada dama  pensó, no obstante, en disfrazarla y decorarla con algo del toque manchego que parecía latir en su remoto predecesor, del que sólo tenía noticias –como ya se ha aseverado con anterioridad- por medio de los relatos de sus progenitores. Y así, aunque la Carla original fuera –según todas las averiguaciones enunciadas- gabacha de itálica cuna, llamó al objeto de sus deseos y a la fuente cristalina de su inspiración Doña Carola de Brunete. Localidad ésta, sino manchega de adscripción,  sí sureña y de sonora y cantarina memoria. El nombre le resultó  a su parecer, músico, peregrino y significativo, como todos los demás que a él mismo y a sus enseres había impuesto.

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