(...)
Y tanto se enfrascó en la navegación y
en la alerta internauta y en la ingesta compulsiva de composiciones
inspiradoras, esotéricas y autoadyuvantes, que se le pasaban las noches de
tarifa plana de claro en claro y los días de lectura de turbio en turbio; y
así, del poco dormir y del mucho navegar se le secó el cerebro de tal manera,
que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que
absorbían sus neuronas, así de foros y discusiones, como de posts y banners, chats y links y todo lo
que allí aparecía lo daba por cierto y para él no había otra historia más
cierta en el mundo.
Tomó la decisión de que mejor que ceder su
atención a las cuitas y pesares y afanes de cada día, era el ocuparse en los
muchos espacios virtuales que apelaban a las grandes, pequeñas o
miserables necesidades de la Humanidad,
siempre que mostraran formato digital. Asemesmo proclamaba que hasta la misma
ley de la gravedad podía inclinar su testuz ante la hercúlea energía de cada
anónimo humano, convenientemente cultivada y domada.
Valga decir que, en general, todo
aquello que encontraba refugio en el virtual predio de la Bandancha, fuera
prácticamente lo que fuera, lo recibía con mayor agrado que lo que circundaba a
su carne mortal desde el alba hasta el poniente.
En efecto, rematado ya su juicio, vino a
dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo y fue que le
pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el
servicio de su república, hacerse Caballero Navegante e irse por todo el mundo
con sus artefactos informáticos, buromáticos, telemáticos y ofimáticos,
contando con su vehículo de sostenible manufactura a buscar las aventuras y a
ejercitarse en todo aquello que él había comprobado que los caballeros
navegantes se ejercitaban, inspirando con su energía sin par y poniéndose en
desafíos en los que, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama y su Nick
disfrutara de pléyades de “followers” en la maraña virtual.
Imaginábase el pobre ya coronado por el
valor de sus posts poco menos que como “Bloguero del Siglo”. Y así, con estos
tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía se
dio prisa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue pasar revista
al arsenal tecnológico que le permitiría navegar en cualquier circunstancia de
su aventura y observó con deleite que mucho guardaba desde los albores de la
tecnología. Recargó, pues, con primura y atención las baterías de su ajuar de
sílice y plástico pero comprobó que sus piezas tenían una gran falta y era la
ausencia de funda de piel y el que muchas carecían de lápiz táctil; más a esto
suplió su industria, porque del mochilón del conserje de la pensión sacó como
por encanto un bolsillo de ruda y curtida piel para cada artilugio que poseía.
Probóselo con presteza, pero dedujo de inmediato que tenía que prescindir de
alguno de ellos cuando anduviera. Porque con el meneo del andar se precipitaban
al suelo y uno de sus móviles de pantalla táctil perdió lo mejor de su vítrea
fachada con el impacto en el terrazo. En
lo tocante a los lápices táctiles, referiremos que una fugaz visita al ya
conocido bazar oriental que frecuentaba le proveyó en su bazar de baratijas de
un saquito con multitud de estos enseres al peso, por el irrisorio precio de algunas
monedas de escaso valor facial.
Y todos los textos que adoraba, con el
ardor herético del Pueblo de Israel ante el becerro y con la misma ciega y
posterior fe de aquéllos en las tablas de la Ley, fueron descargados y
archivados con presteza.
Fue luego a ver su buga y aunque tenía
más impactos en su chapa que el cráter del bermejo Marte y más ruidos en su
andar que un saco de cuentas de vidrio, le pareció que igualaba a cualquier híbrido
de última tecnología, y que ni el mejor Prius
ni el más garboso Lexus ni el potente
y sofisticado Jaguar con él se
igualaban. Cuatro días se le pasaron en
imaginar qué nombre le pondría; porque (según se decía él a sí mesmo) no era
razón que navío de Navegante tan famoso
y tan singular estuviese sin nombre conocido. Y confundióse en una perorata
interna por la que se convenció él mismo –no sin gran esfuerzo por medio- que
del mismo modo que él había mudado su
estado de Usuari@ por el de Caballero Navegante, el vehículo debía hacer tal y hacerlo con sonora
fama y con reflejo del nuevo escalafón que tendría entre sus semejantes, por
razón de acompañar en tan singular aventura al Navegante.
Y así, después de muchos nombres que
formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a componer en su memoria e imaginación, al fin le vino a
llamar Bocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro –sobre todo sonoro- y
significativo de lo que había sido cuando no fue mucho más que bocina, antes de
lo que ahora era, que era más y mucho más que muchos de los portadores de
cuatro ruedas con bocinas en sus interiores.
Puesto nombre tan a su gusto a su
montura, quiso ponérselo a sí mismo y en este pensamiento duró otros ocho días
y al cabo se vino a llamar Don Quejote, sin que guardara relación este nombre con
el de Usuario o Usuari@ que en los albores de esta historia se anunciaron. Y al
elegir Don Quejote no sólo hizo memoria de cierto personaje que oía nombrar de
tanto en cuanto y que vagamente recordaba de sus años de aula en el erial de la
ESO; vínole, pues, el relámpago del nombre de lo que sus padres le habían hecho
mención de cierto desinteresado y generoso caballero que dedicó sus energías a
hercúleas proezas.
En el nombre no fabricó el error sólo
por ignorancia, tornando una “i” en “e”, sino que también lo fizo con agrado,
ya que consideró por blasón de su Misión el quejarse de los grandes males que
azotaban a su sociedad y de los cuales Don Quejote la libraría para siempre,
por medio del inspirador verbo que descubrirían en su hablar y de la íntima y
sólida coherencia que admirarían en su actuar.
Asemesmo, acordándose de que todos los
grandes personajes históricos de su vida añadían el nombre de su reino y
patria, por hacerla famosa, tal como hicieran Jesulín de Ubrique o Suso de Toro
o Danny de Vito, añadió su verdadera patria y lugar de residencia habitual a su
nombre y así, finalmente, vino en llamarse Don Quejote de Bandancha, con el que
consintió que quedaba marmóreamente esculpida su Misión y todo lo que le podía depararle el futuro.
Listas y recién recargadas sus
herramientas tecnológicas, prestas sus amadas lecturas, mochilón de carpintero
remozado al hombro, puesto nombre a su buga y sancionada la confirmación de sí
mismo, se dio a entender que le faltaba cuota alícuota de Igualdad en el
Proyecto, no fuera a ser que éste su singular Viaje fuera teñido de tendencioso
desde su inicio por haber sido pergeñado y puesto a rodar tan sólo por un hombre: gordo, feo y desentrenado,
aunque inspirado, pero hombre al fin y al cabo.
Y para equilibrar la Compañía y darle
asimismo el tinte de igualitario que requería su sello de progresista y así
ante cada señal de lo arcaico sobre la faz de la tierra que contribuyese a
desterrar poder argüir con presteza que no existió discriminación por género en
su autoría y también para reconocer ante el mundo su oculta veneración por
ella, Don Quejote eligió como compañera de aventuras y altar de sus devociones
y destino de sus correos con las hazañas que pretendía lograr a una líder de
opinión, a aquélla ante la que rendía su juicio, absorto por mor de sus
ingeniosos comentarios, luces originales y apariciones sin parangón en el
espectro de lo público.
Eligió para tal fin a una afamada
fémina, cuya dulce y atiplada voz poseía el magnético efecto de cazar
voluntades y deseos –más de éstos que de aquéllas en ciertos casos- en lejanas parroquias de la Galia. El que la
dama viera sus primeras luces al nacer allende las fronteras parecióle, global
y representativo de un concepto generoso de fronteras y de una Humanidad unida
por lazos fraternales, ideales ambos afines a su Misión. La filiación familiar
“Bruni” de su adorada dama pensó, no
obstante, en disfrazarla y decorarla con algo del toque manchego que parecía
latir en su remoto predecesor, del que sólo tenía noticias –como ya se ha
aseverado con anterioridad- por medio de los relatos de sus progenitores. Y
así, aunque la Carla original fuera –según todas las averiguaciones enunciadas-
gabacha de itálica cuna, llamó al objeto de sus deseos y a la fuente cristalina
de su inspiración Doña Carola de Brunete. Localidad ésta, sino manchega de
adscripción, sí sureña y de sonora y
cantarina memoria. El nombre le resultó
a su parecer, músico, peregrino y significativo, como todos los demás
que a él mismo y a sus enseres había impuesto.
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