CAPÍTULO II: "Que trata de la primera salida que de su tierra hizo don Quejote y de cómo hizo original entrada en el establecimiento donde sería armado Caballero Navegante"
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su pensamiento, apretándole a ello la tara que él pensaba que causaba en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que remediar y deudas que satisfacer.
Y
así, aprovechando el descuido de un fin de semana más estirado de lo habitual
y haciendo el mejor uso de una
descomunal Operación Salida que partía de la populosa urbe, hizo acopio de sus
mejores artilugios de conexión sin maromas –a la también que dan en llamar
inalámbrica- no sin dejar de revisar con mimo y escrúpulo el conjunto de todas
ellas.
Cargólas
en el mochilón con orden y concierto, descendió con brío renovado las
escalinatas de su refugio –cuidándose muy mucho de alterar el sueño de sus
compañeros con ruidos innecesarios y alarmantes- y se acomodó en Bocinante, no
sin antes retirar de su vítreo frontal espesas capas de follaje y detritus
inidentificable que el devenir de los días y el exceso de abandono por las
largas jornadas previas de meditaciones y desvaríos, habían hecho crecer en el
mismo.
Sólo
tras calentar solícitamente el motor del ingenio y soltar una breve retahíla de
improperios, Bocinante consiguió arrancar su maltrecha entraña y Don Quejote
sintióse dichoso de poder comenzar su épica aventura con más facilidad y regalo de los previstos.
Instantes
después, se vio rodeado de tal masa de vehículos que de forma compacta -como
masa de panadero- pugnaban por abandonar la ciudad, que hasta Bocinante se
sentía veloz como el alado Mercurio y brioso como el legendario Pegaso. Y fue
precisamente cuando transitaba frente a la antigua Mansión de los Pegaso –hoy
fuerte y plaza del Señor de Iveco- cuando Don Quejote cayó en la cuenta del trance
en el que se encontraba. A izquierda, a derecha, de frente y atrás –como
siguiendo el ritmo de la graciosa y pastoril yenka que recordaba de su
infancia- se encontraban todos aquéllos que aún ignorantes de la alta Misión
que en ese mismo día Don Quejote había iniciado, ignoraban más aún todo del
ardiente fuego y de los tesoros de sabiduría que habitaban en el interior de
nuestro Caballero Navegante. Y es que ningún mortal conocía de su altísima
dignidad, porque ésta no disfrutaba todavía del reconocimiento merecido.
-¡Claro
está y es de sentido! - se decía el Caballero- que Misión como la que he
recibido de fomentar a lo largo de la Bandancha la sabiduría sin límites, el
potencial sin frenos, la felicidad sin
mácula, el trabajo sin esfuerzo, el dinero sin coste, la música sin precio, la
levitación sin gravosa caída, la relajación inerte y -amén de muchas más que
omitiré por humilde- la plenitud de la vida cosmogónica (si es que esto quiere
decir algo) no será bien aceptada ni siquiera saludada por el común de los
mortales si no recibo sanción solemne y reconocimiento adecuado a la altura de
la misma.
Y
concluyó, por sus solas fuerzas tras este intenso diálogo interior, que era
menester obtener título o grado que provocara la admiración y atención del
gentío y le proporcionara la credibilidad adecuada.
-Es
de ley obtener lo que mi Misión requiere
y que mi grado de Caballero resplandezca a la luz del día, como resplandece mi
brioso Bocinante ante sus congéneres y más que podría aún resplandecer si algún
día lo lavara.
-Y
para ti, mi…mi bella. ¡No! ¡mi bella no! Mi dulce…¡mas qué digo! Dulce es
sexista y represor. Vos, compañera doña Carola de Brunete sois el ser vivo
–humano o no- por el que ansío batirme y
emplearme en pos de un mundo de mayor desarrollo y progreso para todo ser
viviente y humano. Y que así redunde en que todo ser vivo animal y cada ser
humano vegetal e incluso cada ser vivo sobre el que no hay consenso en qué es,
digo, todos ellos fijen en vos sus miradas agradecidas.
Canalizado
el fulgor de su alma épica, prosiguió en sus consideraciones. En no pocos de
los tratados que conocía y en algunos más de los sitios que visitaba en la Red,
se sugería con ardor que las grandes reflexiones que provocan crecimientos
singulares en la personalidad, se realizaran en pequeños santuarios buscados en
medio del fragor de la vida ordinaria. Así recordaba el tratado de “Zen,
Reikki, Taichi y otros jardines” en el que el asceta Kogollo afirmaba “para
ver la luz, busca la bruma. Llama a tu llama interna. Si dudas, llama al
902555555 por el módico coste de 0,60 reales el lapso”.
Tras
este intrincado texto, Don Quejote, en su enajenación, tuvo una clara visión…con
más de “visión” que de “clara”, por describirla con precisión. En ese singular
momento apareció por la vereda izquierda de la transitada ruta lo que él
interpretó en su estado de ensoñación como uno de esos jardines santuarios
descritos en los libros de iniciación a la paz del espíritu y a la atonía de
sentimientos.
Así
veía nuestro hidalgo uno de los monstruosos centros de comercio que rodeaban la
urbe y que consideraba uno de sus pretendidos edenes de paz y armonía. En
efeto, en sus arrebatos iniciales de locura, sentíase confortado cuando acudía
al citado comercio, que le recibía con un sedante : “YO NO SOY TONTO”. Tras
atravesar sus murallas, disfrutaba del placer de alcanzar con sus manos y de
escuchar de los sabios que allí moraban todos los secretos de la red y de los
hábiles ingenios que por ella ayudaban a transitar, sin obligación de pago ni
de solicitud de cita previa. (...)
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